Antoine Rodriguez
La hoyada y los perros
La Paz, Plural, 2005.
154 pp.
Es un libro de relatos que contiene los siguientes:
La música de los blandengues
La música de los blandengues
Transcopacabana
El sarna de Antaquilla
Humajila
Sudyungas, buscando historias
Felipa Jalei
El busto de Don Rafael
La hoyada y los perros
La maleta del gringo
Cóndor extraviado
“La música de los blandengues”, como dice el mismo autor, “plantea un viaje intercultural como argumento de fondo” (Introducción, p.13). Se trata, efectivamente, de un “gringo” llamado Jordi que es invitado por un integrante de una “banda de músicos indígenas”. Jordi presencia una trifulca entre dos músicos y su reconciliación. Al final Jordi es integrado a los blandengues. Estas son las últimas frases del relato:
El sarna de Antaquilla
Humajila
Sudyungas, buscando historias
Felipa Jalei
El busto de Don Rafael
La hoyada y los perros
La maleta del gringo
Cóndor extraviado
“La música de los blandengues”, como dice el mismo autor, “plantea un viaje intercultural como argumento de fondo” (Introducción, p.13). Se trata, efectivamente, de un “gringo” llamado Jordi que es invitado por un integrante de una “banda de músicos indígenas”. Jordi presencia una trifulca entre dos músicos y su reconciliación. Al final Jordi es integrado a los blandengues. Estas son las últimas frases del relato:
“No te pierdas, le despidió. Venite otra vez a compartir, cumpa. Se fundieron en un largo abrazo y el negro buscó su oreja para mamarle de babas y recordarle, entre susurros de saliva, que era un blandengue” (33).
El relato “Transcopacabana” comienza con una página de epígrafe del Viaje a la América Meridional de Alcide D’Orbigny. Y, en el mismo tono, todo el contenido del relato —a estas alturas, dudo en llamarlo relato— describe, como en un libro de viajes sin tiempo, la topografía y las incomodidades del viaje hasta antes de llegar a El Alto y La Paz. No existe una historia. Hay autores que hacen una historia sólo con descripciones, pero en este caso sus descripciones no están articuladas.
“Sud Yungas, buscando historias” Se trata de un guionista que viaja en busca de historias, encuentra muchas en Coriloma. “Felipa Jalei” pretende ser un relato oral, contado por un muchacho de Nor Yungas.
En la mayoría de los cuentos, o relatos como dice el autor eludiendo la palabra cuento (aunque en materia narratológica cuento o relato son lo mismo), el narrador no se concentra en la historia, ni en la estructura, sino en anécdotas, reflexiones antropológicas o descripciones. Así como esas canciones cristianas hacen énfasis en sus letras y no en la música, Rodríguez deja de lado el oficio y se concentra en “bonitas miradas” multiculturales, exóticas, casi como si los cuentos fueran reescritura de informes de estudios culturales o antropológicos. No digo que no se lo deba hacer, pero esto no se debería presentar como si fuera literatura, como si fueran relatos. Por ejemplo en “La música de los blandengues”, se insertan párrafos como el siguiente.
Antes de tomar, la costumbre señala la necesidad de challar el piso para rendir tributo a la Pachamama. La persona en posesión del vaso, por otro lado, goza del uso de la palabra, quedando los presentes obligados a escucharla sin mediar interrupción. Para terminar, alza el vaso en señal de amistad. Salud, compañeros. (23) .
Esas dos últimas palabras intentan dar un registro literario, sin embargo, no es posible con el discurso técnico que lo precede.
Por otro lado, el narrador omnisciente a veces se traiciona cuando emite palabras como: “aquel inmenso despelote había terminado por contagiar su espíritu” (p. 20); “llevaba todo el día chupando” (20); “ formulaban siempre las mismas pinches preguntas” (32); “sus treinta años mal cumplidos contrastaban con los cuerpos vigorosos, en eclosión, de aquellos conscriptos pendejos” (46); “se retiró unos centímetros para chequear” (46); “en la frontera con el Perú, en los confines del mundo” (47); “insistió si no tenía sueltito” (36); “esos billetes, hechos puré” (36). Y los diálogos tampoco ayudan pues están estereotipados, plagados de “puta”, “carajo”, “mierda”.
—Puta, el Chura, viejo… (64).
—Puta, ya están borrachos estos cojudos —reparó Lucho… (66).
—Puta, estoy jodido, hermano —protestó Grover (67).
Este libro continúa con aquella tendencia literaria que pretende catalogarse como oral, multicultural, indígena y vernacular del mundo andino. Uno de sus íconos es “Delfín del mundo” de Huascar (Pancho) Cajías (Premio de cuento Franz Tamayo 2000), que el autor lo reconoce como su precursor. Interesantes, desde luego, pero peligrosas también. Peligrosas porque esta visión minimalista, caricatural, y de “buen indio” —como en los escritos de Alcide D’Orbigny con los que el autor se identifica—, no dejan de hacer una literatura predecible, y lo peor, califica sutilmente a nuestras culturas en subalternas, decadentes e indigentes.
El autor, “cooperante” como él mismo se define porque trabaja en proyectos de cooperación y que llegó a Bolivia en 1998 “en un vuelo del Varig”, dice que “la literatura boliviana no puede ser homogénea ni compartir lugares comunes” (15), y es cierto (aunque yo creo que alguien se lo dijo), sin embargo para decir eso se debe hablar de verdadero trabajo literario. No de series de anécdotas, con ciertos vocablos, con ciertas costumbres descritas; sin tomar en cuenta una verdadera propuesta literaria: los retos que se está imponiendo el autor, lo que está innovando, lo que se está jugando. Caso que encontramos por ejemplo en algunos cuentos de Victor Hugo Viscarra, Crispín Portugal o Darío Manuel Luna.
En conclusión, si estos cuentos sirven para mirar culturas —para mí, de una manera soberbia—, en ese caso sí sirven.
Por otro lado, el narrador omnisciente a veces se traiciona cuando emite palabras como: “aquel inmenso despelote había terminado por contagiar su espíritu” (p. 20); “llevaba todo el día chupando” (20); “ formulaban siempre las mismas pinches preguntas” (32); “sus treinta años mal cumplidos contrastaban con los cuerpos vigorosos, en eclosión, de aquellos conscriptos pendejos” (46); “se retiró unos centímetros para chequear” (46); “en la frontera con el Perú, en los confines del mundo” (47); “insistió si no tenía sueltito” (36); “esos billetes, hechos puré” (36). Y los diálogos tampoco ayudan pues están estereotipados, plagados de “puta”, “carajo”, “mierda”.
—Puta, el Chura, viejo… (64).
—Puta, ya están borrachos estos cojudos —reparó Lucho… (66).
—Puta, estoy jodido, hermano —protestó Grover (67).
Este libro continúa con aquella tendencia literaria que pretende catalogarse como oral, multicultural, indígena y vernacular del mundo andino. Uno de sus íconos es “Delfín del mundo” de Huascar (Pancho) Cajías (Premio de cuento Franz Tamayo 2000), que el autor lo reconoce como su precursor. Interesantes, desde luego, pero peligrosas también. Peligrosas porque esta visión minimalista, caricatural, y de “buen indio” —como en los escritos de Alcide D’Orbigny con los que el autor se identifica—, no dejan de hacer una literatura predecible, y lo peor, califica sutilmente a nuestras culturas en subalternas, decadentes e indigentes.
El autor, “cooperante” como él mismo se define porque trabaja en proyectos de cooperación y que llegó a Bolivia en 1998 “en un vuelo del Varig”, dice que “la literatura boliviana no puede ser homogénea ni compartir lugares comunes” (15), y es cierto (aunque yo creo que alguien se lo dijo), sin embargo para decir eso se debe hablar de verdadero trabajo literario. No de series de anécdotas, con ciertos vocablos, con ciertas costumbres descritas; sin tomar en cuenta una verdadera propuesta literaria: los retos que se está imponiendo el autor, lo que está innovando, lo que se está jugando. Caso que encontramos por ejemplo en algunos cuentos de Victor Hugo Viscarra, Crispín Portugal o Darío Manuel Luna.
En conclusión, si estos cuentos sirven para mirar culturas —para mí, de una manera soberbia—, en ese caso sí sirven.
Publicadas porUnknown a la/s 11:39 a. m.
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